¡Hola
a todos!
Esta
mañana hizo un frío tremendo y me daba fiaca salir de la cama. Dormí bien,
aunque por momentos extrañé mi casa, mi cama, mi pueblo… Al final, ¡estaba tan
cansada que me dormí profundamente! La noche anterior en el micro no pude pegar
un ojo. Mientras seguía en la camita, comencé a recordar retazos de mi
infancia. Papá solía llevarme al norte, cada tanto, a ver a la tía Loly, que
vivía sola (es solterona); ella era muy graciosa, se veía llena de vida y
entusiasmo; tenía un rostro bello, con rasgos determinantes que a una la hacían
pensar que tenía flor de carácter. En los días que nos quedábamos en su casa,
ella me consentía en todo. Con el tiempo y la ausencia de mi padre (que
falleció joven), le perdí el rastro a la tía Loly; para ser franca, me fui
olvidando de ella.
Enternecida
por los recuerdos de mi infancia, me levanté enérgica, luego me duché y salí a
desayunar en un cafecito que está cerquita del hotel. Caminé dos pasos y tuve
que volverme porque pisé “algo” grande y no me aguantaba ni yo. Al final, en el
desayuno me zampé una porción de selva negra y dos cafés con leche; además de
sentir hambre porque anoche no cené, necesitaba recargar las pilas para
enfrentar, seguramente, muchas emociones al volver a ver a la tía. Mi corazón
es sensible, ¡todo me conmueve! Aunque no hay que engañarse conmigo, porque
puedo ser la calma chicha o el huracán que te tira abajo el rancho; claro que
para que esto ocurra tienen que empuarme demasiado. “¡Tenés alma de líder!”,
decía mamá. Siempre me pregunté: ¿Líder de qué, si siempre voy última? En el
único lugar que fui primera, fue en la fila de la escuela primaria porque era
enana; después, en las filas del banco, del hospital o donde sea, cedo el paso
a los que están con algún problema y siempre hay muchos; al final termino
bastante atrás. Cuando me surge una idea de hacer algo novedoso, ya sea para
ganarme un peso o por pura creatividad no más, alguien me gana de mano. Cuando
empecé a tejer pullovercitos para perros (porque no se conseguían abrigos
hechos), el mercado se llenó de ropa para ellos y así, todo en mi vida. Digamos
que en lo único que lidero, es en mi hogar, porque tiro del carro como un buey
para sacar a la familia adelante y mantener la economía a flote. En Tuya nadie
pasa miseria porque somos pocos, nos conocemos mucho y ¡guay! que alguno
haraganee y no lleve el pan a su mesa. Si hay alguna persona que está enferma y
no puede trabajar, los demás hacemos una “vaquita” y lo ayudamos para que pueda
tener todo lo necesario. En mi pueblo no circulan los bolsones del gobierno, ni
la ayuda por hijos, ni nada de esas cosas. Primero porque hay trabajo para
todos, segundo porque tenemos un intendente de lujo (y es íntegro y valiente) y
tercero porque todos estamos de acuerdo que esas cosas echan a perder a la
gente; en lugar de acostumbrarse a ganar los porotos, se habitúan a que les
llueva de arriba y se dedican a vaguear y a estorbar con sus maldades a la
gente buena y trabajadora. Además, veo en otros lados (¡bah, en casi todo el
país!), que cuando a los “mantenidos” del gobierno no les alcanza lo que les dan
(porque cada vez quieren más, haciendo menos), muchas veces salen a robar. Por
eso no queremos ese tipo de ayuda en Tuya. Allá aplicamos la vieja regla
social: estudiar y/o trabajar.
A
veces me quedo pensando en un dicho que tenía mi vieja cuando hablaba con las
otras comadres: “La miseria la siembran los de arriba y la cosechan los de
abajo”; a mí me parecía un versito, nada más. ¡Hoy, me doy cuenta exactamente
lo que ella, en toda su simpleza llena de sabiduría, pretendía transmitir!
Sigo
con lo de la tía Loly porque ya me fui por las ramas. Tomé un colectivo hasta
San Telmo, que me dejó a media cuadra del geriátrico, justo frente a una
panadería; entré y compré medio kilo de bombones; no sabía si Loly podría
comerlos, pero no quise llegar con las manos vacías y otra cosa no se me
ocurrió.
Cuando
Loly me vio, al principio no me reconoció; ¡claro, si hacía añares que no nos
veíamos! A ella la noté mayor pero entera y al verla, comprobé una vez más que
el espíritu más que la fuerza física, es lo que mantiene firme a las personas.
Me presenté recordándole quién era yo y se sintió tan feliz de verme, que no
paraba de hablar mientras me tomaba las manos. Por momentos se reía alegre y
festejaba el hecho de que hubiese alguien de su sangre que se interesara en ella.
Recordó una y otra vez en distintas anécdotas, su infancia y juventud
compartidas con mi padre. Me preguntó por mi madre y le contesté que había
fallecido. “¡Sí, ahora me acuerdo, perdón; en aquella oportunidad me tomé la
botella entera de guindado y además de agarrarme una pataleta al hígado, me
duró la resaca tres días!”. “¿Qué festejabas?”, le pregunté tratando de no
considerar ideas rechazables. “¡No!”, me dijo abochornada, “¡fue de la pena
nomás!... Igual, ella a mi hermano nunca lo entendió”, aseguró; “¡él se
equivocó al casarse con esa intrigante!”. “¡Tía, estás hablando de mi mamá!”,
chillé indignada.
Me
pidió disculpas y levantándose de su silla, me invitó a caminar por el parque
del geriátrico. A pesar de sus 70 años, tiene una agilidad tremenda; se
conserva delgada y fuerte, además de mantener su lucidez mental a punto
caramelo. Noté por momentos, que igual se le cruzan un poco los cables y se le
amontonan en su mente, vivencias de hace años con otras más recientes y hace
flor de ensalada en sus relatos; pero a mí igual me parece interesante y, las
más disparatadas, me hacen reír a boca plena. Como dicen que la risa es salud,
no desaprovecho la oportunidad. ¡La gente se ríe tan poco en la actualidad!
Digamos que he visto que algunos se ríen, pero de otros, y eso no cuenta para
la salud, porque ya de por sí es un rasgo enfermizo. ¡Distinto es reírse con el
otro, ahí sí me prendo!
Caminando
debajo de la arboleda, se puso triste y empezó a pucherear. Mientras me contaba
de su angustiosa soledad familiar, comenzó con una seguidilla de ventosidades
que no pudo controlar. ¡Un horror! Al final, con un ademán que sugería que le
daba igual, dijo como para sí misma: “¡Ma sí, yo no voy a perder una tripa por
nadie!”. Cuando vio mi cara de espanto, me aclaró: “No creas que soy siempre
así o que me he convertido en una vieja asquerosa, pasa que las emociones ¡me
aflojan todo!”.
Saqué
de mi bolso unos pesos y extendiéndoselos, le dije que no era mucho, pero que
le iban a servir para algunos gastos. “¡Me tengo que ir, tía!”, le dije con
pena. “Siento que fue bueno habernos encontrado nuevamente; tengo muy buenos
recuerdos de mi niñez junto a vos. En cuanto pueda, vengo otra vez a visitarte
y tal vez algún día, te lleve un finde a pasear a casa”. “¿Y por qué no ahora?”,
me preguntó con cara de niña desvalida. “Tía, ahora no puedo”, le expliqué
acongojada; “vine en colectivo y además, primero me gustaría conversarlo con mi
marido y mis hijos…”. “¡Nos vamos en remis, yo pago!”, me sugirió re-enganchada
con la idea de irse de allí. “Además”, siguió diciendo, “¿qué tenés que
consultar o vos no mandás en tu casa?”. La miré buscando la forma menos
dolorosa de decirle que no la podía llevar así, de sopetón; que tendría que ver
dónde arreglarle un lugarcito para dormir. Los chicos tienen sus cuartos
repletos y además están acostumbrados a su intimidad, no los veía durmiendo
acompañados de la tía Loly. “¡Dale, Fía, llevame! Te puedo ayudar en la casa,
puedo planchar, cocinar, ¡todavía estoy fuerte, dale!”. “¡Pero tía!”, casi chillé
arrinconada por su desesperación de venirse a vivir conmigo. “Mirá Fiancita, yo
te juro y te aseguro que si me llevás hoy a tu casa, si me dejás vivir con
ustedes, puedo ayudarte con los gastos; tengo la pensión italiana de cuando
ejercí de maestra allí y también cobro la jubilación argentina, que es un chiste
pero suma; además puedo hacerte compañía, hacer de abuela para tus hijos, de
madre para vos y también tengo algunas cositas invertidas que ya veríamos qué
uso les querés dar…”. “¡Tía, no me hagas sentir mal!”, le pedí desarmada y con
la angustia de tener que escuchar a otro ser humano suplicando por amor,
compañía, calor de hogar. En ese momento, supe por qué en Tuya nuestros
viejitos que tienen familiares no van a un hogar. No es por decreto, ni por el
qué dirán, ni porque no queda otra; los cuidamos hasta que mueren, porque
dentro de los más jóvenes, anidan todos los recuerdos poblados de amor y
agradecimiento que guardamos de ellos.
En
el viaje a casa (que hicimos en un remis confortable), ella me convidó unos
caramelitos que me gustaban cuando era chica. Me acordé de cuando la
visitábamos, en lo bien que me hacía sentir con su trato y su cariño; recordé a
mi vieja, a mi padre y lloré bajito entre sus brazos.
Aparecimos
en casa hace unas horas, con el remis lleno de bagayos mal atados y la
mismísima tía Loly hablando a gritos, excitadísima por el entusiasmo de la
nueva vida, que emprendería junto a nosotros. Era casi la hora de la cena. Raúl
dormía porque había llegado hacía unas horas de San Luis con el camión cargado;
los chicos estaban en el comedor, junto a la mesa, mirando Forrest Gump y se
aprontaban a cenar una fuente de fideos. ¡La sorpresa que se llevaron! Ahí
mismo, luego de presentarles a la tía Loly, les expliqué la situación y la decisión
que había tomado de traerla a nuestra casa. Les dije que dejaba de llamarme
Fianza Menditelli, si sabiendo que la tía Loly estaba solita en el mundo, la
dejaba tirada en un geriátrico (por más lujoso que fuese), siendo nosotros de
su familia. Cuando mis hijos salieron de su estupor (y mientras la tía Loly fue
al baño, pisándole previamente la cola a Frutilla), me preguntaron: “Pero…
mamá, ¿por qué nosotros?”. “¡Yo no la quiero en mi pieza!”, chilló Marianita;
los otros dijeron: “¡Yo tampoco!”. Los miré a los tres, asumiendo una postura
de seguridad y entereza, pensando que si no servía para liderar en otras cosas
del mundo y de la vida, por lo menos sería una líder en mi casa; una líder de
amor, justicia y valores morales, pero una líder al fin. Me miraban inquietos,
como si no me reconociesen y les solté: “Ustedes son mi responsabilidad moral
antes que física, mis hijos no pueden ser témpanos porque los hicimos con amor
y el amor derrite al hielo. No pueden transformarse en seres deshumanizados;
les reconozco sus derechos a su individualidad y a decir lo que piensen y
sientan, pero en este caso, no hay tutía; bueno sí, hay y habrá tía para rato
en esta casa y Dios quiera, sea así. Además, chicos, lo esencial es invisible a
los ojos; lo dijo el que escribió “El Principito”, que es el libro más lindo de
la Tierra. ¡Hijos!”, pedí, “¡piensen en ella como en la abuela que ya no
tienen!”. Mis hijos no pudieron probar ni un bocado. Súbitamente se levantaron
de sus asientos y dispararon como flechas a sus cuartos. Detrás de mí oí
aplausos. Era Raúl, apoyado en el marco de la puerta, que me miraba con amor y
alegría.
La
tía Loly justo salía del baño y quiso hacerle cariños a Frutilla, a modo de
disculpa por el pisotón, pero él salió maullando y con el lomo arqueado como si
hubiese visto al diablo. Loly se acercó a la mesa y retirando una silla, se
sentó mientras me decía complacida y feliz: “¡Uy, cuántos fideos sobraron!,
¿puedo?”. Le dije que sí con un movimiento de cabeza. De inmediato se puso a
engullir desde la misma fuente. Me di cuenta que no comía por hambre físico,
sino por la necesidad de llenar ese hueco que suelen dejar las ausencias, los
desamores, los abandonos, en síntesis, la soledad.
Raúl
observaba todo con la picardía pintada en su preciosa cara; vino hacia mí y con
toda delicadeza, como si yo fuese de cristal, me ayudó a quitarme el abrigo que
aún llevaba puesto. Me dio un beso con tanto amor como sólo él ha sabido
hacerlo. Me acarició el pelo y me dijo: “Nena, todo va a estar bien”. Nos
abrazamos fuerte y me largué a llorar con la cara apretada contra su pecho,
tratando de que no me viese la tía.
Bueno,
amigos, los dejo contándoles que por esta noche, Raúl dormirá en la cabina del
camión y la tía Loly, conmigo. Mañana a la tarde tenemos partido en Tuya. No
hay una cancha de fútbol, es un potrero bien cuidado, con dos arcos y un monte
de eucaliptus, alrededor. Los hombres jóvenes y los no tanto forman el equipo
de Tuya; los visitantes son de un pueblo que está a 40 kilómetros de acá.
Después les cuento.
¡Hasta
pronto y gracias por acompañarme!
Fianza Menditelli
PD:
¡Horror! Me olvidé de sacar el tubito de goma que puse detrás del ropero en el
hotel. ¡Ojalá no sospechen que fui yo! ¡Qué bochorno sería, no volvería más a
ese lugar!
Sabes una cosa amiga? Me has emocionado. Una buena obra decía Juan Pablo II debe conmover o asombrar. Tu relato tiene mucho de realidad en esta época de indiferencia donde los ancianos son dejados como trastos en desuso ... Te felicito y te mando un abrazo.
ResponderEliminargildaledesma.blogspot.com
¡Hola, Gilda!... ¡Qué placer su visita!... Ud es una verdadera artista... ¡La felicito yo!... ¡Y la admiro!... ¡Gracias por tanto afecto y deferencia hacia mi persona!... Un abrazo inmenso, querida amiga.
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