¡Hola a todos!
Les comento que cuando me dispuse a escribir esta nueva entrada, tuve un
momento de profunda reflexión. Ya saben desde el principio, que soy nueva en
esto de la navegación cibernética y hay veces, en que me cuesta vincularme de
esta forma.
Soy una persona cuya empatía hace que las relaciones frente a frente con los
demás fluyan a modo de fiesta, aunque de por medio surjan huracanes. Escribo
para acercarme a ustedes y de alguna forma, hacerlos partícipes de todo lo que
acontece en mi vida y en Tuya; sin embargo, hay momentos en que tengo la
sensación que todo el amor que le pongo a esta relación virtual se diluye en
una fibra óptica, sin más poder que el de influenciar vuestras pupilas. No
obstante, luego que termino de cargar mis notas y ver que las palabras
escritas se duermen, reflexiono y me digo que ustedes tienen el don y el poder
de despertarlas y darles vida, sentido. Por ello, una vez más les estoy
agradecida.
Pasando a otra cosa, les cuento que ayer a la mañana los albañiles abrieron los
cimientos para el baño y el cuarto de Loly; la tierra que iban sacando, quedaba
amontonada a los costados; Mordelo se acercó curioso a ver trabajar a los
hombres, parándose sobre una de las montañitas de tierra y de pronto se
desmayó, yendo a parar a la zanja de cuarenta centímetros de profundidad. Justo
en ese momento del hecho, me dirigía a llevarles el equipo de mate a los
albañiles y alcancé a verlo caer. Lo saqué con ayuda de los muchachos y me fui
volando a la veterinaria que está cerquita; como Mordelo es robusto y los brazos
no me daban para tamaño peso y encima cuesta arriba, lo cargué en el
cochecito de cuando Mariana era chiquita, que guardo en la piecita de cachivaches.
Hice todo el trayecto corriendo y llorando, preocupada; los vecinos con los que
me cruzaba, me preguntaban: “¿A dónde vas, Fianza?”, “¿qué llevás, Fianza?”, y
yo lo único que podía repetir, entre mis dientes apretados por el esfuerzo y la
desesperación, era: “¡Mierda, mierda, mierda!”.
Tanto Mordelo como yo, estábamos embarrados hasta el copete y Rogelio Bequer,
el veterinario, que debe tener mi edad (47), es un hincha pelotas bárbaro con
el tema de la pulcritud; los del pueblo opinan que es tanta su obsesión con la
limpieza, que no la debe poner para no ensuciarla. “¡El cochecito me lo dejás
afuera!”, me dijo bien cortante, mientras me miraba con cara de asquete el
pantalón y las zapatillas llenas de barro. “¿Querés un pañuelo?”, me ofreció casi
a la fuerza, porque yo sorbía mi llanto y creyó que era resfrío. “¡Noooo!”,
chillé re-contra exasperada, “¡quiero que me veas a Mordelo, que se muere!”. Lo
saqué como pude del cochecito y lo llevé adentro; el pobrecito estaba
reaccionando pero jadeaba. El asistente de Rogelio, un pibe que todavía no sabe
ser él mismo, levantó a Mordelo tratando de no ensuciarse demasiado y lo llevó
hasta la sala de atención; los seguí, pero Rogelio me puso una mano delante y
me sugirió: “Vos, ¡te quedás acá, adentro está esterilizado!”. ¡Me sentí una
cucaracha! Como veterinario Rogelio se merece un diez, no vayan a pensar
que es un zoquete o mal tipo; no, no es así. No sé si ama su profesión, lo que
me consta es que hace su trabajo a conciencia y sabe mucho. Con su vida privada
es otra cosa; es buena persona, todos lo queremos, hemos crecido juntos, pero
afecta la manía que tiene sobre ácaros, gérmenes y esas cosas. ¡También! Fue
hijo único de madre entrada en años, quien, cuando era chiquito lo tenía
brillante y luego lo sentaba sobre una silla y le pasaba el trapo. Él no creció
jugando a hacer tortitas de barro o chapaleando en los charcos después de la
lluvia o jugando al borde de las alcantarillas repletas de agua, con barquitos
de papel… ¡Por eso es así, la madre por hacerle un bien, lo estropeó! Cuestión:
a Mordelo le sacó radiografías, le hizo un electro y me dijo que mi pobrecito
tiene el corazón débil y que tiene que adelgazar; me dio una medicación y me
preparé a salir, llevando a Mordelo en el cochecito. Desde la puerta, Rogelio
me preguntó: “¿No tenés una Eco, vos?”. Sacudí mi mano, como diciéndole: andá
a… ¡Si sabe que no aprendí a manejar! Cuando le conté a Raúl las peripecias de
la mañana, me dijo: “¡Esta tarde te enseño a manejar!”. La tía Loly llegó al mediodía
porque había ido a la casa nueva a ventilar y limpiar un poco; Flor y ella irán
a dormir allá hasta que se termine la habitación; si se casa, el cuarto de ella
va a quedar libre, pero no quiero pensar en ese tema, desde la ausencia.
Mordelo se lo pasa durmiendo, me da mucha pena verlo así.
Raúl tiene el camión parado porque está esperando un repuesto para poder
arreglarlo; mientras está pintando la casa de Ringo Walter, acompañado de Flor,
para que cuando se casen esté prolijita.
Hoy vino Fany, la psicóloga a la que le había pedido trabajo. Quedó encantada
con la casa nueva y cuando le conté lo que pensábamos hacer, me dijo que con la
boludez no me voy a ganar el cielo. No le contesté, ¿qué le iba a decir?
Tipo dos de la tarde llegó a casa Olga Schú, la directora de la escuela, y me
pidió que la acompañase a lo de una mujer que, si bien trata con todos, se
mantiene alejada de los chusmas, o sea, de nosotros. Parece que es medio
curandera o bruja, no sé bien, yo la conozco poco; ella a mí me miraba como
diciendo: ¡ojito con el pico, vos!, después me hacía una sonrisa de plástico y
me inclinaba la cabeza. No. No me daba con ella porque creía que me rechazaba,
pero eso no quiere decir que la tenía entre ojos, ¡para nada! Me limité a no
hacerme problema, ni darle bola. La cuestión fue que salimos en la motito de
Olga rumbo al cerro. ¡Maneja para la mona!, se agarró todos los pozos y encima
se mataba de risa. Después de pasar un recodo en el camino, bien pobladito de
retamas, apareció la entrada al campito de Astrea Maier (así se llama la mujer
que Olga quería consultar). Después de atravesar un guardaganado, avanzamos
doscientos metros y nos adentramos en un montecito de pinos, eucaliptus,
robles, paraísos y otras variedades de árboles; a lo lejos se veían avestruces
y, pastando, caballos y ciervos. Dentro del bosquecito todo parecía de
película; vi una enorme pirámide de vidrio y metal, con una puertita,
armonizadores y atrapa sueños suspendidos de las ramas de los árboles y también
hamacas hechas con soga, adornadas con retales de gasa que cuando se movían con
el viento parecían alas de pájaros. Por aquí y por allí se veían esparcidas
grandes caracolas, duendes de resina, carretillas de madera con flores vivas,
dos altarcitos hechos de piedra y restos de botellas de vidrio, una fuente de
agua, comederos para pájaros. Me llamaron mucho la atención unas esferas de
vidrio de proporciones importantes, diseminadas como al descuido por todo el
parque; parecían perlas de un collar, que se esparcieron al cortarse el hilo
que las mantenía unidas. ¡Impresionante los gatos hermosos que tiene esta
mujer! Conté dieciséis, uno más bello que el otro. Al llegar a seis metros de
la puerta, dimos con un soporte de hierro, del que colgaba una campana de
bronce de color azul verdoso; Olga la hizo sonar y la puerta se abrió,
apareciendo ante nosotras, la dueña de casa. Casi no la reconocí, porque cuando
baja al pueblo en su viejo Jeep, va de vaqueros y campera o remera, con
anteojos oscuros si hay sol y sombrero de ala. Tenía puesta una túnica larga,
blanco tornasolado, con mangas mariposa; en la cabeza llevaba un turbante,
mezcla de verde esmeralda, turquesa y azul oscuro. ¡Parecía otra! Ella notó mi
asombro y después de mirarme seria y en silencio, cinco minutos que me
parecieron eternos, me dijo: “¡Hola, Fianza! ¡Pasen!”, nos invitó después. Me
sentía incómoda porque creía que ella no simpatizaba conmigo. En realidad,
ahora pienso distinto y puedo ver cómo viene la mano. Nos convidó un té con
trocitos de frutos rojos y masitas de jengibre hechas por ella. Mientras
barajaba un mazo de cartas grandotas, con figuras extrañas para mí, le iba
diciendo cosas a Olga y yo escuchaba con la boca abierta porque no entendía
aquello, si es que era un juego. Cuando terminó con mi amiga, me dijo: “¿vos
también?”, invitándome a arrimarme a la mesa. Le dije que no sabía jugar a eso
o qué había que decir para que funcionase. “¡Sentate!”, me volvió a invitar,
pero esta vez con una sonrisa. Fue poniendo esos rectángulos con figuras en un
orden tipo cruz y me decía cosas: Que mi familia se iba a dividir, pero para
bien, que voy a viajar mucho, que me voy a hacer de una amistad que ni me
imagino, que voy a cambiar mucho en poco tiempo. Me dijo muchas cosas pero no
las pude retener, porque mientras la escuchaba, me distraje pensando en cómo
hacía para sacar las conclusiones. Me dijo, eso sí recuerdo, que las personas
nos enfermamos por los pensamientos que tenemos. Me picó la curiosidad y le
pregunté si ella sabría responderme, por qué a Flor le habían dolido las manos
y las muñecas; el médico dijo que por el trabajo y el frío, pero quería saber
qué decía ella. Me respondió que era debido a la forma en que Flor se aferraba
y soltaba las cosas de la vida. Le pregunté si se le iba a pasar esa forma de
enfocar las experiencias y me contestó que para ello debía cambiar el “chip” y
lo podía lograr repitiendo muchas veces: “Decido manejar todas mis experiencias
con amor, alegría y serenidad”. Yo miraba el papelito que me dio, escrito con
tinta color naranja y me costaba entender que con tan poquito, se pudiera
cambiar tanto. Aunque después lo pensé bien y me acordé que mi madre decía que
uno es como piensa. Tal vez las dos apunten a lo mismo, ¿no? Algo en Astrea me
inspiró confianza y dejé de verla con desdén. Le pregunté si para Mordelo había
algo, me contestó que lo único que puedo hacer con él, es darle amor, frotar
mis manos y después ponerlas a unos centímetros de él; que hiciese eso todos
los días, en todo su cuerpito y que en ese momento dejase que en mi mente
fluyan sólo cosas buenas. Ella me hizo una demostración con un gatito que yo no
había visto y estaba en una canasta. Me dijo que estaba enfermito y ella le
daba energía; la verdad es que al pobre gato lo vi más cerca del arpa que del
violín, por eso le pregunté si se iba a sanar. Ella dijo que no, que su ciclo
estaba llegando a su fin. Quise saber entonces, por qué le hacía eso con las
manos, a pesar de que no lo podía salvar; me explicó que era para que se fuese
en paz y asistido por la Luz. La verdad es que hubo muchas cosas que vi y oí en
casa de esa mujer y que mi cabezota no puede captar bien todavía, pero no me
pareció nada malo. No sé si es una bruja o qué, no vi muñequitos pinchados con
alfileres, ni cosas así; al contrario, me dio mucha paz estar en su casa.
Cuando volvimos, Flor y Raúl estaban tomando mates; Olga tomó dos o tres y se
marchó. La tía Loly se levantó de la siesta y se fue con Flor a la casa nueva
para armar dos camas y poner sábanas y frazadas, para que les quedasen listas
para la noche.
¡No saben lo que fue mi primera lección de conducir! Raúl me tuvo mucha
paciencia; incluso, previamente me hizo un dibujito de los cambios y
mentalmente los visualicé varias veces; cuando fui a la práctica se complicó.
Poner primera y salir, vaya y pase; cuando mi marido decía: “Bueno, ahora dale
un poquito más de velocidad y mandale segunda”, el auto empezaba a corcovear y
se paraba; yo miraba a Raúl y parecía que le daban convulsiones, hasta que el
motor se clavaba y el sacudón lo hacía agarrarse del asiento. Me empaqué porque
no me salía y quise tirar la toalla. “¡De ninguna manera!”, dijo Raúl. En el
segundo intento, con mucha ayuda de mi “pantera negra”, logré salir sin contratiempos
y poner segunda, estaba pletórica, feliz, lo había logrado. “Ahora más
velocidad y le das tercera”, pidió Raúl entusiasmado por mi avance. Lo hice
todo bien, me sentía la sucesora de Fangio. “¡Ahh, Fianza Menditelli vieja
nomás!”, me decía en voz alta a mí misma para infundirme ánimo. Hasta que vi
venir una camioneta y el miedo me hacía mover el volante como si estuviese
flojo; el de la camioneta no sabía qué hacer. “¡Eso!, ¿qué hago?”, chillé.
“¡Doblá!”, alcancé a oír a Raúl, cuando estábamos a punto de chocar de frente.
¡Y doblé!, pero acelerando y muy cerrado; terminamos en la alcantarilla, menos
mal que no era muy profunda y estaba seca. Nos golpeamos un poquito, pero nada
serio. Sinceramente me sentía frustrada, pero Raúl insiste en que la única
manera de aprender a manejar es cometiendo errores, así que de a poco iré
tomándole la mano. Mañana vamos a ir a un camino tranquilo donde no pasa ni el
gato y practicaré allí.
Cuando volvíamos, cruzamos a Antonio padre, que caminaba hacia su casa, ubicada
en las afueras de Tuya; nos ofrecimos a llevarlo y él curiosamente accedió. Al
llegar, nos invitó a pasar y como estaba segura que Raúl iba a decir que no,
para no molestar y porque quería volver a tomar mate, le apreté el brazo y me
apuré a aceptar: “¡Encantada!”, le solté con una sonrisa. La vivienda por
dentro es confortable, agradable y la mantienen ordenada, a pesar de ser
dos hombres quienes la habitan y ambos trabajan muchas horas afuera. Noté, eso
sí, que falta el calor de hogar; parecía que allí dentro, la tristeza se había
adueñado del aire. Preparó café y los tres nos sentamos a beberlo cerca de la
cocina a leña, mientras un gato atigrado se nos restregaba por las piernas,
maullando. El silencio hacía eco en el tic-tac del reloj y para romper el
hielo, conté mi experiencia al volante. En un primer momento, Antonio me
observó serio y con el rostro como cartón; después empezó a reírse como loco,
se le caían las lágrimas. Obvio que yo lo miraba con una sonrisa medio boba,
porque tampoco era para tanto. Raúl miraba al gato y después me dijo: “¡Bueno!,
¿vamos?”. Antonio se puso de pie y aproveché para preguntarle por su hijo y
felicitarlo por el talento que tiene ese chico para escribir las canciones.
Agregué que era un orgullo para los tuyanos: bueno, aplicado, trabajador,
inteligente. “¡Lástima que no quiso estudiar!”, le dije sabiendo que él sí
quería hacerlo, pero su padre no estaba de acuerdo. Antonio Cuevas (padre)
sostuvo que las universidades crían catervas de insurrectos, vagos y alérgicos
al pico y la pala, dos herramientas que en las manos apropiadas pueden sacar
adelante al país. No le llevé la contra, le sonreí nada más. Lo invité a cenar
una noche de éstas, dijo que lo pensaría. Nos fuimos. En el camino, Raúl me
dijo que no entendía qué me traía entre manos y le contesté que planeaba llevar
a Antonio ante Loly, con la idea de que ella saque el tema de modo casual,
intentando ablandarlo con la cuestión de la facu para Antonito; Loly y yo
queremos que se inscriba para el año que viene. Además, para que este hombre
trate con Susi; los dos están solos, por ahí se entienden, Antonio se enamora y
se flexibiliza con su hijo.
Anoche, para cenar amasé tallarines y la tía se preparó un estofado de peceto;
Flor colaboró con el postre e hizo peras al vino. Se sumaron a cenar Ringo y
también un amigo de Gonzalito. Más tarde, la tía Loly y Florencia se fueron a
dormir a la casa nueva. Ringo, Gonzalito y el amigo las acompañaron, porque
después pensaban irse a jugar al bowling. Marianita se quedó a dormir en lo de
Tamara y Raúl y yo, jugamos corriendo desnudos por toda la casa, como dos
chicos desatados, aprovechando que no había nadie. Hicimos el amor no solo con
nuestros cuerpos, nos entregamos una vez más con el alma, el corazón y la vida.
A eso de la una, Mordelo se había recuperado bastante y quiso salir a hacer
pis; mientras lo esperaba, miré el cielo y estaba hermoso, límpido,
tachonado de estrellas brillantes; la claridad era tal que se veía todo, aunque
con las lógicas sombras que proyectaban los objetos. Cuando Mordelo entró, creí
ver una luz cerca de la calle, parecida al haz de una linterna, que avanzaba
zigzagueando; me quedé esperando porque pensé que sería algún vecino que volvía
a su casa, pero el destello desapareció de golpe en la arboleda cercana. ¡Vaya
a saber de qué se trató! ¡Espero que no haya sido ese yanqui medio chiflado,
que anda hurgando para inventar cosas raras! A las cuatro de la mañana me
pareció oír la puerta de calle, me figuré que era Gonzalito que volvía de su
parranda, miré la hora y seguí durmiendo. Al rato volví a escuchar la puerta,
miré nuevamente la hora y eran las cinco de la mañana. Esperé unos minutos, me
levanté y fui a ver. La puerta del cuarto de mi hijo cerrada, indicaba que
estaba en casa; en la habitación de Florencia, vi a Loly durmiendo sobre la
cama y a mi hija sobre un colchón en el suelo. Quedé intrigadísima porque
regresaron a casa, pero no quise despertarlas y volví a la cama.
Hoy tuvimos un día muy movido, fue uno de esos con mil cosas por hacer. Durante
la mañana no hubo forma de que Flor o Loly hablaran, pero si querían guardar el
secreto, para no hacer el ridículo, ni inquietarme, cometieron el error de
contárselo a Marianita, que desembuchó.
En medio de la incredulidad, escuché cómo la benjamina de la casa contaba
delante de Loly lo que ella misma le había dicho. Según mi tía, algo andaba
dentro de la casa a pesar de tener todo cerrado; sintieron que una fuerza
extraña las inmovilizó por sobre las mantas y no les permitía hablar ni razonar
claramente; cuando esa fuerza las soltó, se levantaron y huyeron, regresando a
casa. A mi modo de ver, deben haber estado contándose mutuamente de aparecidos
y esas cosas, antes de dormirse y quedaron sugestionadas. En Tuya, gracias a
Dios podemos descansar tranquilos, claro que si somos masoquistas y hablamos de
fantasmas o vemos pelis de terror, después nos da miedo, pero todo está en
nuestra cabeza, ¡nunca vi nada raro! Además, ni sabría cómo clasificar algo
“raro”.
Llamó el abogado de Loly y dijo que estuvo averiguando todo lo referente al
hogar de niñas y que es un despelote y un engorro. Agregó que son muchísimos
trámites los que hay que hacer y pruebas que pasar, que puede llevar de seis meses
a un año la habilitación, siempre y cuando todo esté bien. Le preguntó a la tía
si quería que él siguiese adelante y comenzara los trámites o prefería
pensarlo. Incluso nos sugirió otras formas de aprovechar la casona, como fundar
una biblioteca o una escuela particular de arte para todos los chicos de Tuya;
entusiasta agregó: “pueden hacer funcionar un sector de clases de canto,
teatro, pintura para adultos, organizar charlas, debates, ver películas…”
Con Loly no sabemos qué hacer, lo vamos a pensar. Lo que me embronca es que nos
pongan el palo en la rueda con el tema del proyecto. No digo que esté mal que
chequeen que las personas no resulten perversas ni degeneradas o algo así;
también es correcto que se cercioren que la casa sea adecuada, que sus
instalaciones sean seguras, etc. ¡Pero que den tanta vuelta, con la cantidad de
nenas que están abandonadas o recluidas en instituciones públicas!... Acá por
lo menos, una pequeña cantidad de chiquitas podrían ser tratadas con esmero,
amor y respeto. ¡Veremos!...
Mañana Flor firma el traspaso de la carnicería a Fricasio; ella no quiere
quedarse sin actividad, así que está hablando de poner un local de productos
naturistas.
Pasando a otra cosa, ¿saben qué me contó la tía Loly, hoy? ¡Algo fuera de lo
común! Lo acepto porque la quiero y ni siquiera es una mentira, más bien parece
un divague y si ella necesita fantasear un poco, la voy a bancar. Me dijo
que en el geriátrico había una señora que era cieguita, a la que le daban
convulsiones; cuando se serenaba, empezaba a hablar con una voz rara y la piel
se le ponía verdosa. A la mañana siguiente, aparecía con machucones en brazos y
piernas. “¿Y qué decía?”, pregunté como para darle a entender que le prestaba
atención. “Una vez, por ejemplo”, contestó Loly, “dijo que nosotras éramos muy
viejas para creer y que no podíamos ver porque usaban una sustancia de
invisibilidad”. “¿Quiénes?”, quise saber, porque ya no entendía un pepino. “¡No
sé!, te cuento lo que dijo la cieguita”. “Creo”, le agregué, “que además de
cieguita tenía otro problemita, ¿no?”.
La tía dijo que le parecía una viejita adorable y, que lo curioso de todo no
era su ceguera, ni sus convulsiones, ni lo que decía (sin pies ni cabeza), sino
que la mujer fuese muda de nacimiento.
“¡Bué!...”, dije para dar por finalizada aquella charla que me confundía e
impacientaba. Cuando me dan mucha información que no estoy acostumbrada a
analizar, me pongo del tomate; pierdo el interés y en el peor de los casos, los
estribos. Con Loly todo bien porque ella se merece que yo saque paciencia, soy
su única familia y para eso estoy. Además, un poco de charla disparatada no me
va a matar; incluso sé que a ella le gusta hablar o contar sobre cosas que para
mí son poco claras, fantasiosas y estrafalarias: ¡como el caso de que una
persona muda, hable!
Mordelo se recupera y decae, le hago el pase con las manos, como me enseñó
Astrea, le doy amor, pero él no mejora como deseo. Lo miro y me pongo
re-triste, es como que quiero ser positiva, pero no puedo; me parece que el
“salchichón con patas” no puede remontar y se va apagando de a poco.
Hoy me acordaba del yanqui (Terry) y de sus palabras, no de las pavadas que
dijo, pero sí de aquello respecto al origen de Mordelo. No sé de dónde vino, si
lo abandonó alguien de un pueblo vecino o alguna persona que andaba de viaje lo
dejó tirado a la pasada… ¿Vieron que hay mucha gente que hace eso? Dejan a sus
perritos abandonados porque cuando los adoptan o los compran, generalmente son
cachorritos preciosos; después hacen pis, caca, rompen cosas, se vuelven
grandes, les molestan y los tiran. Incluir un perro en nuestras vidas y nuestro
hogar conlleva responsabilidad, no es un juguete más para los niños, ni nacieron
para tenerlos sujetos a cadena perpetua y además, es inhumano abandonarlos.
Bueno, gente maravillosa, con buenas y no tantas (por lo de mi perrito) me
despido con un abrazo virtual y les recuerdo que el corazón de Tuya, los guarda
a todos ustedes.
Fianza Menditelli
PD: Me voy
a preparar la cena y a ponerme unos tapones de siliconas en los oídos;
Gonzalito está con la Fenders al rojo vivo y si corto las verduras al ritmo del
rock, me voy a rebanar los dedos.
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